ROSA MULATA



La mulata se contorsionaba con descaro; serpiente morena atrapando miradas codiciosas. Iba con los pechos desnudos, en la cintura, flecos plateados que remataban perlas agitadas locamente, chocándose.
La muchedumbre coreaba la letra del samba, mientras los músicos repetían el estribillo:
Ay...io,io
Oi...ia,ia
Luces y máscaras. Desenfreno. El aroma de flores del parque, mezclábase al agrio sudor.
Ojos recién asomados al asombro del carnaval, veinte años transcurriendo grises en los suburbios de San José. Daniel y su timidez. Honda, oscura, desesperante.
Recostado al estrado, en mitad del gentío, retenía el aliento. La mulata casi desnuda lo alucinaba. Mientras la recorría ávido, con temblor en las manos, desde lejos imaginábase sorbiendo una a una las gotas de sudor que iban escurriéndose sobre aquella piel oscura. Largas piernas de azúcar quemado, agitándose, retorciéndose como una serpiente maligna.
Y él, clavado en ese lugar, quemándose por dentro, indiferente a los empujones, a la alegría liberada.
La Escola de samba siguió su marcha, adentrándose por avenida Sarandí.
La mulata, deidad pagana cautiva de la noche, abría el desfile. Detrás, indios y españoles, bahianas, esclavos, todos moviéndose al mismo ritmo, mientras coreaban:
Ay...io,io
Oi...ia,ia
Fue un impulso. Jamás logró explicarlo, pero lo hizo. Corrió entre la multitud; empujado y pisoteado, prosiguió su carrera resuelto. Solo aquel cuerpo de canela sinuoso, audaz, descarado, importaba. Una murga irrumpió desde una calle transversal, cortándole el paso. Los tamboriles con su tucutucutu-bambá, tucutucutu-bambá, lo aturdieron. Impaciente, trató de escabullirse por entre el gentío compacto y bullicioso.
No lo logró. Pudo, tan solo avanzar un poco, dándose cuenta atribulado, que la Escola de samba se había esfumado. De ella, nada se veía.
Aturdido, sentóse en uno de los escalones del club Uruguay. Quería indagar, pero su timidez lo impedía.
Una chica se le acercó, preguntando la hora. Se animó. La respuesta le satisfizo. Con paso rápido, se dirigió a Casa del Empleado.
Desde la puerta, oteó el interior. Con ojos de asombro, contempló las lujosas fantasías; atractivas muchachas cuidadosamente maquilladas, se entregaban al frenesí de la danza. Plumas y piedras multicolores ornaban, en ritual festivo, sus vestiduras. Bajo las luces, rostros y escotes refulgían como minúsculas constelaciones, merced a la purpurina.
Y allí esta él, solo. Daniel y sus veinte fantasmas. Daniel y sus veinte quimeras. Pero esa noche, Daniel y su primera rosa.
       

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