Los novios se abrazaron bajo el árbol florecido del parque; él buscó sus
labios pese a la gente que pasaba. La escena se hacía cada vez más frecuente,
mientras los niños jugaban a perseguirse por entre los senderos empedrados bajo
los atentos ojos de madres y niñeras, las parejas aprovechaban para amarse sin
ninguna inhibición.
Cuanto más jóvenes, más audaces. Algunos llegaba a recostarse en el banco
de madera destartalado en postura nada pudorosa.
Elisa y Pablo. Pablo y Elisa. Se conocían desde niños, cuando con los
delantalitos a cuadros, rosado el de ella y azul el de él, concurrían al
Jardín.
En la clase se mostraban los colages o trabajaban juntos con la plasticina.
En el recreo se buscaban; él la cuidaba mientras ella con su castaña melena y
flequillo, se deslizaba en el tobogán. Fueron a la misma escuela y a veces les
tocó compartir el mismo salón de clase.
Cuando ingresaron a secundaria se dieron cuenta que estaban enamorados. Era
el de ellos, un amor hecho de ternura, delicadezas, gestos suaves y pocas
palabras. Algunas veces como ahora, se alejaban del bullicio estudiantil para
sentarse bajo los árboles en la plaza Artigas o caminar por las estrechas y
vegetales avenidas del parque Internacional. Tímidamente se tomaban de las manos,
con el temor siempre a flor de piel que los vieran sus familiares.
Pablo, con esa solicitud que solo el amor otorga, le llevaba cuadernos y
carpetas. Elisa lo miraba y en sus ojos brillaban las estrellas.
Por pudor, jamás se besaron, porque ese cocinarse a fuego lento es el más
feliz y excitante juego del amor.
La pasión de adolescentes que los estremecía, estaba basada en un sentido
mutuo de respeto, puesto de manifiesto en el rubor de ella y la varonil ternura
de él. Tal vez por eso no les atraía el enloquecido torbellino de las
discotecas, preferían caminar o trabajar en el garage de la casa de ella, donde
habían montado entre la leña apilada para la estufa y una vieja bicicleta, algo
así como un taller. El dibujaba y ella modelaba cerámica.
Conectaban la radio con bajo volumen y entre los dos, se tendían los
invisibles hilos de la dicha, mientras cada uno se dedicaba a su tarea.
Algunas tardes, la abuela los invitaba con un tazón de café con leche y
unos bizcochos recién horneados.
Antes que anocheciera, sin medir palabras, Pablo se marchaba con un simple
pero afectuoso: ¡hasta mañana!.
Nunca hablaban del futuro, ¿para qué? El mundo era claro y luminoso como el
sol que llenaba de calidez el cuerpo y el alma. Cada uno sabía y lo intuía en
el otro; nada podría separarlos, aguardando los dos el momento en que,
conscientes y seguros, asumirían la responsabilidad de unirse en matrimonio.
Mientras lo hacían, agitaban sueños al viento, como corolas prontas a estallar, henchidas de fragancia y
color. La primavera estaba en ellos, pero solo el sol de mediodía madura y
sazona los frutos, aquellos que sacian el hambre y calman la sed.
Bajo la bóveda azulada, caminaban erguidos y confiantes, tomados de la mano,
porque intuían que el amor compartido es la forma más bella de vivir.
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