La viejecita con pañuelo anudado a la cabeza,
miraba detrás de sus lentes distraídamente, apretando una gastada cartera entre
sus manos. Una parejita optó por sentarse al borde del cantero, al no haber
bancos disponibles. No tendrían más de doce años. Iban tomados de la mano y se
miraban con ternura. El diálogo era un susurro apenas perceptible y así, con
las manos entrelazadas, eran la imagen de la esplendidez de la vida.
De cuando en cuando, la viejecita los miraba con indescifrable expresión
sin que su rostro marchito demostrara cualquier emoción. Tendría alrededor de
setenta, tal vez algunos más, y quien sabe se mirara retrospectivamente a los
doce años.
Sí, eso era. Se veía menuda y
delgada, en la chacra de sus padres en Batoví. A esa edad había dejado la
escuela porque su padre decía que él no sabía leer ni escribir y eso, nunca le
hizo falta para las tareas que desempeñaba.
“Mejor aprenda a ordeñar, echar una gallina, cuidar un guachito y limpiar
los yuyos de la huerta. Además, ensillar el overo mansito para buscar a las
vacas al atardecer y encerrarlas en la manguera. Son cosas que una mujer de
campo debe aprender y que le hará más falta que los libros”, agregaba.
Amalia no solo trabajaba como un muchachito sino que se vestía como tal.
Debajo de la pollera solía llevar bombachas de brin oscuro, fuerte como para
resistir el paso por los alambrados y los espinos del monte.
Montaba mejor que muchos paisanos, haciéndolo en pelo y con frecuencia
arrojábase al suelo en pleno galope. Era su máxima diversión, cuando los
domingos por la tarde, sola en la inmensidad del campo, no tenía otra cosa en
qué entretenerse. El rancho de los Techera quedaba a dos leguas y le disgustaba
ese tal de Eufrasio que le guiñaba un ojo, bajándose el ala del sombrero.
Ni una sola vez en su adolescencia, Amalia había ido al “pueblo” porque
según su tata, los puebleros son gente ladina y de malas costumbres y podían
contagiarle sus vicios.
Pese a su rechazo, a los dieciséis se casó con Eufrasio, yéndose a vivir detrás
de la cuchilla, como a tres leguas.
Tuvieron seis hijos, aunque el segundo se le murió en los brazos, agobiado
por la colitis, que lo quemaba en fiebre dejándolo hueso y pellejo. La
viejecita se revolvió en su asiento. ¡Tantos años habían pasado!
Los hijos se habían ido lejos y los dieciocho nietos, algunos puebleros,
hablaban y se vestían de manera diferente. Viuda y sola, vivía ahora en la
estancia de los Lima, quienes de cuando en cuando, la traían al “pueblo” para
que visitara a su familia.
Con gesto avergonzado, sacó su pañuelo a cuadros y se lo llevó a los ojos,
levantando los lentes para enjugárselos.
-Vieja...-
El grito la tomó de sorpresa, miró hacia todos lados y vio en la esquina,
la camioneta grande desde cuya ventanilla, una mano fuerte y velluda le hacía
señas. Se levantó con humildad, alisó su vestido oscuro y con pasitos menudos
se encaminó, casi encorvada, hacia donde el patrón aguardaba.
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