A VECES, EL AMOR III



Cruzó la calle casi corriendo para evitar que un taxi lo arrollara, miró por el hombro con un aire despectivo y se dirigió al lugar más alejado del parque, donde los árboles eran densos y los bancos escasos.
Llevaba una camisa de azul intenso, pantalones ajustados, el pelo largo y caminaba moviendo las caderas con sentido rítmico.
Después de estudiar la perspectiva del lugar, eligió un banco semioculto entre el follaje de pequeños arbustos ornamentales, cuidadosamente recortados por el jardinero.
Muy pronto caería la noche de aquel otoño demasiado frío y ese sería el paso obligado no solo de quienes regresaban a casa después de la jornada laboral, sino de los “otros”.
Se pasó la mano por el lacio cabello en gesto maquinal, disponiéndose a esperar como todos los días, el momento preciso. Mientras aguardaba impaciente, la excitación humedecía su rostro y sus manos. 
Los focos diseminados aquí y allá, no iluminaban sin embargo, el lugar elegido por Robert, sumido en la semipenumbra. Los duendes de la noche despertaban y con ellos, emergían las criaturas de ese submundo, huéspedes de la sombra. Muchachitas adolescentes, mujeres de mediana edad teñidas, con ajustados pantalones o polleras cortísimas, viciosos del sexo o la droga hacían ronda por entre los pinos, alrededor de la fuente o
transitando lentos por estrechos senderos empedrados. Todos seguían las reglas del juego y a su manera, cada uno acechaba a su presa.

Robert se removió inquieto en su asiento; un muchachito se acercaba desde el ángulo norte del parque, cruzando hacia el sur. Tendría unos quince años, iba en mangas de camisa, aunque hacía frío. Estaría a unos cinco metros de dstancia, cuando decidió actuar
-          Hola, muchacho, ¿querés fumar?-
-          Bueno...-
Extrajo la caja de cigarrillos y se la alcanzó. El muchacho tomó uno e inmediatamente Robert acercó el encendedor a sus labios. Al hacerlo, estudió ansiosamente el rostro quemado por el sol. Quedaron en silencio  algunos minutos; el humo expirado por la nariz se diluía en el aire, alejándose. La charla entonces, fluyó fácil.
-¿En qué trabajás, morocho?-
-Vendo diarios, limpio autos, cualquier cosa – djo el otro
- No la pasás muy bien...-
- Hay días que no me alcanza para comprar un pancho –
- ¿Dónde vivís?-
- En varios lugares y en ninguno. Me quedaba a veces en casa de una hermana, pero el borracho del marido un día nos pegó a todos y le di con un fierro en el brazo, que casi lo dejo manco. Así que duermo algunas noches en casa de unas mujeres en Barrio Bisio, pero en verano me quedo en la Terminal. Ahí siempre hay gente y me hago unos pesos ofreciéndome para llevar bolsos y valijas.-
- Esta noche,-¿adonde vas?- Si querés podemos escuchar música en mi pieza, luego te invito a comer. También puedo ayudarte con unos pesos,
justo hoy cobré una cuenta -
El morocho lo escuchó en silencio. No había sorpresa en sus ojos oscuros. Bajó la cabeza y resuelto, se puso de pie.
-          Está bien, pero tú irás delante; te seguiré a cierta distancia, no quiero que me vean contigo...- e hizo un gesto ambiguo con la mano.
Robert se puso de pie, alisó su lacia cabellera, se ajustó la camisa y contoneando las caderas se dirigió hacia la calle Treinta y Tres Orientales. Mientras caminaba, miraba de soslayo al morocho quien, con las manos en los bolsillos le seguía, con el cigarrillo encendido y humeando entre los labios. 

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