Abrió el
paraguas porque las primeras gotas,
predecían el aguacero.
Negro, con
forma de campana, era del tipo que algunos llaman medio mundo.
Dos
minutos después, se descolgó el diluvio. Sus zapatos se llenaron de agua y
hacían plap-plap al caminar. Se recostó contra la pared de un comercio, debajo
de la marquesina, para guarecerse. Pasaban los minutos y la lluvia no amainaba.
No quería
llegar tarde a su trabajo, de ahí que dobló la esquina habitual, justo en el
instante en
que una
muchacha empapada le gritó algo y sin ningún miramiento, se metió bajo su
paraguas.
Con la
melena chorreando y el vestido pegado al cuerpo, le sonrió. Atónito por la
sorpresiva
compañía,
se detuvo un momento, pero ella lo ciñó por la cintura y siguió andando.
A la media
cuadra había una cafetería y él, con gesto amable, la invitó a entrar.
¡Qué ojos
extraños, parecen de lluvia! pensó él mientras mientras ella, dejando traslucir
los
pezones
oscuros bajo la tela del vestido, como si no le importara, cruzaba los dedos
huesudos y
pálidos sobre la mesita.
¿Un café?
preguntó él.
No Tengo que irme de prisa.
¿Adonde?
interrogó el muchacho. Ella hizo un gesto vago con las manos sin decir palabra.
Bueno,
debo irme, no quiero llegar tarde.
La lluvia
se descolgaba iracunda, como si toda la rabia del mundo se hubiera desatado
entre
las
oblongas gotas que se escurrían paraguas abajo, empapando la ropa desprotegida.
Los dos se
levantaron al unísono.
Él hizo
tintenear las monedas sobre el mostrador, y dirigiéndose hacia la puerta, abrió
el paraguas. Solo entonces cayó en la cuenta que la chica se había ido. Corrió
entre la gente y un sinfín de paraguas de todos los colores y tamaños, hasta la
esquina. Miró en todas direcciones.
Nada.
Buscó su vestido empapado, sus manos pálidas y huesudas, su melena chorreante,
nada.
Miró a
través de la cortina de agua que desdibujaba contornos, con la esperanza de
verla.
Le pareció
que un bulto leve y frágil iba elevándose hacia las nubes preñadas de agua.
Fue solo
una décima de segundo. Luego, nada más.
Cerró los
ojos y los abrió escudriñando a su alrededor. Nada
La
muchacha con ojos de lluvia se había esfumado. Para siempre. Lo supo. Entonces,
entendió
por qué a
veces los hombres también lloran.