Amaneció tormentoso. El sol, apenas insinuado entre
nubes oscuras, presta al paisaje una sensación extraña. Los árboles del jardín
mueven sus hojas en un vaivén de danza ritual. Lejos, el mar se debate entre
olas que arrastran la arena hasta la orilla, exhibiendo una limitada franja de
espuma.
Acostada sobre la hierba, la perra jadea, como si le
faltara oxígeno. Muy cerca, los gorriones picotean miguitas, mientras se
persiguen alegremente.
Como una
llamarada, el sol lame los bordes resecos del arroyo, convertido en un hilo de
agua barrosa.
De pronto, un
niño descalzo y mugroso, se acerca. Extendiéndome la mano
me suplica con sus claros ojos. Sus labios no
emiten ningún sonido.
-
¿Qué
quieres? – pregunto.
Me mira fijamente, permaneciendo mudo.
Obsevo su ropa raída y sucia
y sus anchos pies descalzos.
-
¿Qué
quieres? – vuelvo a preguntar.
Sin dejar de mirarme, se pone en
cuclillas. La perra se acerca y emite un ladrido, aunque mueve el rabo en señal
amistoso.
Durante breves segundos nos miramos. De
pronto, hace un gesto con su mano pequeña y huesuda, indicándome que quiere
algo para comer.
-
Ah -
Mi voz es apenas un susurro. Con premura,
entro a la casa. Preparo una buena merienda con
pan y queso, frutas y una botella con leche. Cuando regreso y se la doy,
vislumbro el brillo de sus ojos.
Sentado allí mismo, lo devora todo
mientras bebe a grandes sorbos la leche fresca. Luego, sin mirarme siquiera, se
aleja, dejando en el camino la huella de sus pies descalzos.
Como un disco de fuego, el sol va remontando
el horizonte, pero un escalofrío recorre mi cuerpo. Nada ha cambiado, pienso. A
través de los siglos, deambulando por la extensa geografía en ese vaivén de
sucesos planetarios, todo sigue igual.
Ayer es siempre: aún quedan niños con
hambre.
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