La cigüeña herida

                                              La cigüeña herida

. Madrid aún bostezaba luego de una noche larga y ruidosa de fin de semana, cuando ocurrió lo imprevisto. Una cría de cigüeña habíase encaramado sobre lo alto de La Puerta de Alcalá y, aunque hacía ingentes esfuerzos para volar, no podía hacerlo. Tenía un ala herida que intentaba levantar para luego, con evidente dolor, bajarla de nuevo.
Juan, que debido a su trabajo debía madrugar pues era conductor del Metro, caminaba junto a la verja del Retiro, cuando le vio. Se detuvo a contemplarla durante unos minutos y, al comprender su vano intento, decidió ayudarle. Cogió su móvil y llamó a los bomberos. Hecho esto, salió disparado para no llegar tarde.
Cuando los bomberos llegaron, el crío seguía de pie sobre la parte más alta, con el ala doblada. Resultó ardua la tarea de rescate: debieron solicitar un helicóptero para poder rescatarle desde arriba. Un montañista  se integró al grupo. Cuando el helicóptero sobrevoló la Puerta donde Carlos III " se quitó el sombrero", una escalerilla fue lanzada desde la aeronave, bajando por ella el montañista, pudiendo rescatar así, a la joven cigüeña.  Minutos más tarde, fue llevada al Zoo, donde le curaron las heridas y le dieron de comer.
Casi un mes de atención y cuidados, duró la convalecencia de Cala, bautizada así por el personal que le cuidaba. Cuando sanó su herida y pudo levantar vuelo, fue llevada hasta el campanario de la Catedral de la Almudena, donde se quedó a vivir pese al ruido de las calles madrileñas. Allí construyó su nido y al año siguiente, empolló un huevo, hasta que nació la cría.  Al atardecer, muchos transeúntes detenían su paso para contemplar, en la cima del campanario a Cala, cuyas alas enormes se agitaban en el crepúsculo, ensayando un vuelo el que debía posponer hasta que su pichón estuviera apto para acompañarle.
Transcurrió el verano. Cuando setiembre finalizaba, no se las vio más. Habían abandonado el nido, grande y confortable, para regresar a Africa, desde donde Cala había venido. Pero todos sabíamos que regresaría al año siguiente para ocupar el mismo nido y quizá, empollar. Así sería por largos años, en esa migración constante, sobrevolando el mar en procura de la calidez soleada de la península. Como otras veces, volvería en grupo, el largo cuello erizado contra el viento y las plumas revueltas, en esa trayectoria migratoria a  la que estaba acostumbrada. Dejando atrás el ancho desierto y las noches heladas, se aprestará a vivir sobre el alto campanario, la aventura renovada de cada día, entre el estruendo callejero, las bocinas irritadas y el destemplado redoble de campanas que a veces, la hacen estremecer. Desde allá arriba, contemplará las luces extendidas por calles y parques, se acurrucará con el tronar de los motores de vuelos rasantes y mirará con alegría, los flecos del sol rozando la arboleda. A veces, alguien detendrá su paso para mostrarle a un niño sus largas patas y pico puntiagudo, mientras aletea sobre el nido lleno de paja. Y ella se sentirá feliz, no solo porque pronto tendrá un nuevo pichón sino por el alivio de sentir que ya no representa el mito de traer a los bebés por el aire, como contaban las abuelas. Bastante tiene con vivir la aventura, cada año, de volar miles de kilómetros por sobre el desierto y el mar, hasta llegar fatigada y gozosa a esta tierra caliente.          


                                                               




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