Marchaba lento por el camino pedregoso, los hombros hacia delante, como si un peso invisible lo agobiara. Polvorientas, las sandalias se hundían en la tierra seca, esquivando las piedras salientes. A su alrededor nada se movía, excepto las hierbas a la vera del camino.
Lejos, algunas ovejas marchaban en grupos, inclinadas sobre el tapiz del llano, no del todo verde.
Con gesto cansino empujó la puerta de la choza. El sol se filtró hacia el interior penumbroso dibujando franjas doradas en la pared. Un lecho improvisado con madera sobre dos piedras lo acogió, solícito. Ni siquiera se quitó las sandalias, estiróse sobre las mantas, bajó los párpados y lo venció el silencio.
La muchedumbre se arremolinaba en derredor del hombre. Su tez, oscura como el carbón, realzaba el blanco de sus ojos. Nariz achatada y revuelta melena, cubría su cuerpo con una túnica de colores.
En ese momento su voz, grave y profunda pero de inflexiones suaves, se elevó por sobre la multitud:
- Hermanos...el odio despierta a los monstruos...El nombre de los impíos se pudrirá, porque manantial de vida fluye de los labios del justo. Hemos sido perseguidos durante siglos por el matiz de nuestra piel, como si alguna criatura supiera el color de aquel que reina los cielos. A pesar de todo, no debemos decir palabras de venganza, porque él nos enseñó el amor y el perdón contra toda iniquidad.-
- Hermanos... hoy quisiera ...
La voz se quebró antes de terminar la frase, una piedra arrojada desde lejos golpeó su pecho, produciendo un ruido seco.
Su rostro, paño de ébano, permaneció inmutable. Sin perder la suavidad y dulzura de tono, prosiguió impávido:
- Quisiera que mi raza, ultrajada tantas veces, depusiera su actitud, en momentos decisivos como éste. Porque como pasa el torbellino, así la injusticia no permanece y ...
Desde la multitud fueron arrojadas más piedras; una de afilada punta le alcanzó de lleno el rostro, haciéndole sangrar la nariz. Como un cáliz de carne oscura, su mano ahuecada recogió la roja sangre que manaba de las anchas narinas y escurriéndose entre los dedos, caía al suelo enloquecida y cálida, como rastreando la semilla de la vida.
Entretanto, ni una voz se elevó para pedir por él, por esa fuente de aguas prístinas, ansiosa de calmar la sed del viajero. Ni una voz clamó piedad por aquella figura de ojos mansos y acusadora pobreza.
En esos minutos que precedieron a la afrenta de impiedosa furia, un silencio perverso y cómplice, soldificó el aliento.
Contenida la sangre en los ríos de su humana geografía, miró con varonil ternura a su prójimo, diciendo:
- Grande será la herida de aquel que arrojó la piedra, porque mi condena es el perdón.-
Avanzó lentamente hacia la muchedumbre la que retrocedió atemorizada y levantando la mano, arguyó:
- Dos mil años anduvo la palabra y héme aquí ante vosotros, para decirles el verbo pacificador. Solo el amor edifica, el amor...y mostraba sus manos con las palmas hacia abajo; el amor tiene todos los colores, hasta el negro...-
El hombre fornido salió de entre la multitud; como él, tenía la tez oscura. Se acercó lento y cuando estuvo a su lado, sin detener el paso, le clavó el puñal, hondo.
Un viento repentino agitó la puerta de la cabaña, trayendo desde lejos una voz mansa y llena de dulzura, la que pareció murmurar:
- No te angusties, no sufras, porque no te he abandonado.-
Con un gemido, el hombre se incorporó en el lecho. Un dolor súbito desgarró su pecho. Abrió los ojos, tocó su vestidura y retiró las manos llenas de sangre.
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