LA TRAMPA

Es un solterón empedernido. De nada vale que Laureana le mire con ojos tiernos ni que Luciana le mande cartitas de encendido amor.
Florentino es de esa raza de hombres inconmovibles ante la belleza o ternura de una mujer. Va a cumplir sesenta y en el pueblo nadie le conoció romance. Se murmura que aún es virgen.
Todas las mañanas , cruza muy tieso por las calles empedradas rumbo al comercio donde se desempeña como cajero. Los lentes a caballo sobre su nariz puntiaguda le dan un aspecto casi ridículo.
Enfundado en su traje oscuro, lustroso por el uso constante, lleva colgado del brazo, un paraguas. Nada importa que el día esté radiante y luminoso, para él, ser prevenido es una virtud de hombres.
Durante toda su vida vivió acompañando a su madre viuda, una campesina fuerte y sonrosada a quien la muerte sorprendió durmiendo.
Hijo sumiso y silencioso, luego de su entierro, se encerró durante tres días a llorarla. En vano los vecinos aporrearon la puerta para que les abriera; inconsolable y taciturno, hizo oídos sordos a las llamadas.
Cuando salió a la calle, llevaba un brazalete negro en la manga de su chaqueta, el que jamás se quitó.

Hoy es día diferente. El pueblo cumple cincuenta años y por la noche habrá fiesta. Las mujeres estrenan vestidos, peinado y sandalias. Como pájaros multicolores, revolotean de aquí para allá.
Con su atuendo de siempre, tieso e hirsuto, Florentino se sienta en un banco de la plaza.
Luciana que lo ha visto se acerca contoneándose.
-          Hola Florentino –
-          Buenas noches –
-          La fiesta estará alegre, habrá baile en la calle... –
-          No me interesa,- corta abrupto el hombre.
Herida en su orgullo, la mujer se aleja, sonrojada.
El estampido de los cohetes se mezcla con la música y la risa de la muchedumbre. Sin embargo, el hombre se mantiene lejano, incontaminado por la algarabía.
Se hace un silencio. De pronto, los tambores repiquetean anunciando la llegada de una carroza. En ella viene la joven elegida Reina del pueblo. Dos caballos blancos enjaezados, conducen la carroza ornada con papel dorado. En el trono, una muchacha de largos cabellos negros y corona brillante, saluda con sus dedos finos, de princesa.
Florentino se pone de pie. Tras los cristales de sus ridículos anteojos, azorado mira a la muchacha. Por un instante fugaz, sus miradas se cruzan. Una oleada de fuego le sube desde las entrañas, y delirante, el solterón corre detrás de la carroza. Corre y corre, pero no la alcanza.
Antes de caer al suelo extenuado, alcanza a ver los blancos caballos al galope, mientras una melena, larga y oscura, se va meciendo al compás del viento.
... Las risas estallan por doquier.        

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