El doctor Rigoberto Camerato levantó con gesto de director de
orquesta, el bisturí. Su mano pálida, de largos dedos, ensayó un gesto
elegante, luego un arco de medio punto en el aire y cortó la piel con precisión
milimétrica.
La difusa luz del quirófano dejaba en penumbra los rostros, que al
igual que fantasmas verdes, rodeaban la camilla.
Se trataba de un caso urgente: una bala había perforado los
ventrículos y se alojaba a escasos milímetros del corazón.
Las voces susurraban detrás del tapabocas:
-
Pinzas...
-
Gasas...
-
Más oxígeno...
Los expertos dedos del
cirujano, famoso no solo en la Argentina, sino en Europa, se movían con la
agilidad de un pianista, con la suavidad que el músculo cardíaco, requería.
Pero su mente huía a través de los cristales opacados del quirófano. Ya no
estaba ahí, sino que retrocedió en el tiempo. Anoche, si, fue anoche, la más
larga y angustiosa de su vida. Luz, su hija adolescente había sido asaltada
cuando regresaba de Secundaria, en el gran Buenos Aires.
Asaltada y violada.
En esos momentos reposaba
allí, en ese mismo hospital, donde un especialista había suturado sus heridas.
Pero su razón desordenada fugaba por entre el marasmo de su memoria y hubo que
calmar su locura con fuertes sedantes.
El doctor Rigoberto Camerato
la vio como era: delgada y menuda, con ojos y cabellos oscuros y una sonrisa
suave.
Tal vez porque se había
casado a los cuarenta y dos años, él y su esposa Carmela, se aferraron a
aquella hija única, como queriendo detener el tiempo.
Cuantas veces se había dicho
que eso no estaba bien, que los hijos son realmente, hijos de la vida, porque
ella no marcha hacia atrás ni se detiene en el ayer.
Pero los dos, su mujer y él,
cómplices de ese cariño íntimo y total, la trataban como un lirio trémulo.
Sin embargo, había sucedido.
De un manotazo, el mundo los había agobiado con brutal realidad. La tragedia
consumada, esa, que parecía le sucede solo a los demás, los había golpeado,
desmoronándolos.
Y allí estaba él ahora, con
las vísceras retorcidas de dolor y rebeldía, teniendo que extraer la bala al
violador.
Titubeó un segundo. Solo un
segundo. Todos lo miraron. Era el momento clave, la respiración del herido se
hacía cada vez más débil y la gráfica en el monitor, dibujaba rayas y puntos
que subían y bajaban enloquecidos.
-
Doctor Camerato- murmuró la instrumentista,
doctor...
Pero el cirujano no la oyó.
Sus dedos finos y ágiles como de pianista, presionaron el proyectil contra los
bordes de la herida; presionaron, siguieron presionando, hasta que el paciente
dejó de respirar.
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