El cerro del Cuervo se elevaba en la planície,
visible desde lejos más que nada, por aquel promontorio rocoso que ostentaba en
la cima. El nombre le venía bien; se le atribuía a los indígenas cuando, allá
por el mil ochocientos, solían cazar venados en sus laderas.
Muchas veces los corderos trepaban hasta allí,
mordisqueando la hierba y enredados en las matas espinosas convertidas en
trampa mortal, caían al suelo sin poder levantarse.
Los cuervos, silenciosas naves emplumadas,
planeaban allá arriba en círculos, virando luego las alas hacia uno y otro lado
en perfecta diagonal, hasta dar con la presa.
Entonces, era llegada la hora del festín.
Micaela solía cabalgar a su alrededor, agazapada
sobre el flanco del caballo. Sus crenchas negras y lacias, dejaban al
descubierto la frente tatuada con tres rayas verticales, las que iban desde el
nacimiento del pelo hasta la punta de la nariz. Era la costumbre charrúa de
señalar la pubertad femenina.
También ella, llevaba colgada a la espalda una
bolsa repleta de flechas, las que manejaba con destreza a la hora de cazar.
Era verano y la india iba casi desnuda a excepción
de un somero taparrabos
de cuero de cordero, sobado y teñido con raíces
del monte.
Montaba en pelo y sus pechos de pezones erectos,
se movían al compás del galope, mientras su brazo ágil apuntaba la flecha con
precisión inequívoca.
Sin detener su cabalgadura, lanzó el dardo y un
venado pequeño rodó desde la ladera escarpada, herido de muerte. De un salto,
arrojóse al suelo, ató con tientos sus patas, introdujo una rama entre las
mismas acomodándolo a la grupa del caballo.
Con felina agilidad trepóse y emprendió el regreso
hacia la toldería.
Esa noche comerían carne fresca.
El sol aún no había despuntado sobre el monte,
cuando Tacuavé empujó su canoa, la que se deslizó con dificultad por debajo de
las ramas espinosas de un coronilla, pero viró luego a la derecha y salió al
río limpio, lejos de la correntada. El indio revisó sus sedales, hilos hechos
con tripa de ganado, enganchó la carnada en el rudimentario anzuelo, ató al
dedo mayor del pie el hilo y sentándose casi al borde de la canoa, aguardó a
que el primer pez picara.
El río allí era profundo, pero aún así, en algunos
momentos podía verse como el pintado, la corvina o el dorado se acercaban
dispuestos a morder el cebo. Entonces, el sedal hacía presión sobre el dedo
mayor del pie del indio y éste, con perfecta sincronía levantaba la píerna y la
movía hacia atrás mientras la víctima, reluciente y arisca, se retorcía furiosa
hasta caer, ya liberada del anzuelo, al fondo de la canoa. Allí seguía
saltando, pero sus posibilidades de volver al río, eran nulas.
Otras veces, cardúmenes de peces menores nadaban
cerca de la superficie y el charrúa solía pescarlos con su cuchillo de caza,
uno a uno, hasta hartarse.
La tarea le demandaba una mañana entera o hasta
que el sol era engullido por los altos cerros.
Para él el tiempo no contaba, la vida tribal
transcurría con vientos de paz, sin preocupaciones ni inquietudes que no fueran
las de rutina.
Pescar, cazar, en fin; asegurarse la vida primero
proveyendo a las mujeres de suficiente materia prima que les permitiera sobar los cueros de
cordero o caballo, ablandándolos a golpe de piedra para luego dividirlos en
cuadrados los que solían teñir de colores vivos con raíces silvestres.
Con ellos confeccionaban las vestiduras: el
quillapí, capote de caballo o venado que pintaban con sangre o colorantes
vegetales, mientras dejaban la parte interior blanca, raspándola pacientemente
con una piedra.
De mediana estatura, larga melena y piel cobriza,
Tacuavé era fornido como un luchador. Su fama de domador de caballos le había
merecido el respeto no solo de su tribu, sino de los estancieros, quienes lo
llamaban a veces para domar un redomón.
También el general Frutos lo prefería en esas
lides, ponderando sus virtudes. Cuando la gesta Artiguista, la guardia personal
del Jefe de los Orientales estuvo compuesta de charrúas los que, en cierta
ocasión, salvaron su vida.
Pese a pertenecer a una tribu guerrera y supersticiosa,
Tacuavé era alegre y sociable, le gustaban los niños y cultivaba el arte de la
música. Tanto, que había inventado el primer violín monocorde del que solía
arrancar sonidos muy dulces y armoniosos.
Curioso resultaba, cuando por sobre los montes y
el río en la alta noche, iba esparciéndose su melodía como si duendes ocultos
abrieran las compuertas de otro mundo. Entonces, el latido se hacía más fuerte,
golpeando las paredes de su pecho y el nombre de Micaela quedaba allí,
agazapado en sus arterias como el yaguareté en la rama más alta.
Los dos se amaban y Senaqué el cacique, había
aprobado la unión cuando, celebrado el ritual de la pubertad de ella, se
reunieron alrededor de una hoguera. Con la punta de su cuchillo, el cacique
dibujó tres líneas verticales en el rostro de Micaela, que iban desde la frente
hasta la punta de la nariz.
Era la aceptación por parte de la tribu, que la
joven podía elegir su compañero y tenderse con él, sobre las pieles de venado,
en una choza aparte.
¿Qué los detenía, entonces? Eso se preguntaba el
enamorado nómade:? por qué Micaela no había puesto frente a su choza una pluma
colorida, señal convenida de su aceptación para formar pareja?
Quizá tampoco ella podría responderle. No por ser
india carecía de todas esas sutilezas y vanidades propias de sus compañeras de
sexo. Amaba a Tacuavé, lo sabía, porque no podía soportar los ojos ardientes
del indio posados en sus pechos, sus muslos, sus ojos. Ante él, mantenía baja
la mirada como signo de humildad aunque le temblaran las manos. Admiraba su
vitalidad, su alegre carácter, aunque no olvidaría cuando, desde lo alto de una
barranca, asistiera al combate librado cerca del río. Manejando las boleadoras,
volteó a dos caballos enemigos para luego herir de muerte, a lanzazo limpio, a
sus jinetes vestidos con uniforme militar.
Con fiereza defendía la aldea y la tierra de sus
ancestros, porque sabía que el hombre blanco, poco a poco los empujaba en su
codicia constante, hacia otras regiones.
De rodillas sobre la arena húmeda, Micaela se
dedicaba a sobar pieles de venado. Las iba golpeando, piedra abajo, piedra
arriba, hasta dejarlas blanquecinas y suaves al tacto.
Con ellas, luego de cortarlas en rectángulos y
teñirlas, confeccionaría un quillapí. Pero éste estaría destinado a la consumación
de su unión con Tacuavé. Había decidido que dentro de tres lunas, iría a dejar
frente a la choza de su amado, la pluma de colores. Por eso se esmeraba en
golpear el cuero; luego eligiría los colores más vivos y atrayente para
teñirlo, porque el fuego que se anidaba en su pecho era como los rayos del sol
del mediodía en la playa, calentaba sus carnes a tal punto que sentía como un
revuelo de mariposas agitándole la sangre.
Caminaba agazapado entre la mata silvestre; hoy
era día de caza y del otro lado de la barranca una yegua ruana pastaba, alejada
del grupo.
Enredó en su musculoso brazo la boleadora con tres
mazas y continuó deslizándose como un puma astuto y silencioso, hasta llegar al
lugar más alto de la barranca donde molles y ñangaripás cubrían su cuerpo.
Con lentitud fue incorporándose hasta lograr
posición estratégica, y con el instinto de cazador a flor de píel, supo que
aquel era el instante perfecto.
Elevó su brazo moreno por encima de su cabeza,
hizo girar tres veces las boleadoras en el aire lanzándolas hacia las patas de
la yegua que al olfatear el peligro, intentó huir. Demasiado tarde. Las
boleadoras se enredaron en sus patas traseras
y al querer disparar, cayó hacia delante con todo su peso.
Tacuavé emitió un alarido de triunfo y cuchillo en
mano, se abalanzó sobre la bestia buscando su parte vital, allí donde latía más
fuerte el corazón.
Hundió el arma rudimentaria hasta el mango de
hueso; debía cuerear primero y luego destazar.
Mientras realizaba su faena, los cuervos allá arriba,
hacían su ronda funesta prestos a lanzarse sobre los despojos.
El indio, a medida que cortaba aquí y allá, sorbía
la sangre aún caliente que emanaba de la víctima. Durante algún tiempo debió
trabajar en cuclillas, hasta que logró carnear lo más apetecible. No olvidó del
botín, sin embargo, las vísceras, indispensables para elaborar múltiples
implementos
que las mujeres solían aprovechar con sentido
práctico.
Finalizada la faena, fue a buscar su caballo que
pastaba lejos y sobre la grupa acomodó diestramente la carne fresca.
De un salto se encaramó a su lomo en pelo, cuyo
único arreo eran los estribos. Pero también éstos diferían de los que usaba el
criollo, consistiendo en una argolla de tripa, muy cerrada, donde solo cabía el
dedo gordo, de ahí que lo tuviera tan fortalecido y separado de los demás dedos
del pie.
A trote lento cruzó el monte, aprovechando luego
el descampado para galopar. Cuando llegó a la toldería las mujeres aguardaban
con hogueras encendidas, listas a preparar la cena. Se repartieron la carne y
cada una, asó para su pequeño núcleo la porción asignada, cuidándose de dejar
la mejor parte, al cacique.
Sobre un afilado palo pincharon la carne,
comiéndola medio cruda y aún sangrante.
Esa noche, la luna galopaba la mitad del firmamento
cuando se apagaron los fogones. El silencio, poco a poco, fue cubriendo el
campamento.
Estaba todo listo para que la unión de Tacuavé y
Micaela se consumara.
Esa tarde, la mujer más anciana de la tribu había
aceitado los cabellos de la novia y pintado con rayas horizontales su rostro. El
quillapí de colores vivos, holgado, caía sobre su cuerpo hasta los tobillos.
El novio, con el cuerpo aceitado, exhibía sus
músculos bronceados y sobre la frente, ajustada con una vincha, la pluma de
colores, símbolo de la ofrenda nupcial.
En el suelo sobre pieles extendidas, las frutas se
mezclaban a la carne y el pescado; un licor hecho de raíces y simientes
maceradas, calentaba el ánimo de Senaqué y sus descendientes.
Un indio joven y vigoroso, en cuyos tobillos se
enroscaban varias vueltas de tientos de cuero teñido, caminó cauto alrededor de
la hoguera. En su mano derecha llevaba una lanza y con ella ejecutaba el ritual
de la guerra; la sostenía alta sobre su cabeza, se agazapaba como buscando al
enemigo y saltaba hacia delante dando alaridos. Los demás, en cuclillas, le
acompañban con un monótono estribillo. De pronto, Tacuavé saltó, enfrentando al
guerrero. En lugar de lanza llevaba una boleadora triple la que agitaba,
lanzándola y recogiéndola con increíble destreza. El estribillo entonces, fue
subiendo tono y ritmo hasta llegar al frenesí. Cuando la tensión se hizo
insoportable, una voz gutural rasgó la noche. Era Senaqué, quien traía a
Micaela para ofrecérsela a Tacuavé.
La empujó hacia delante: con los ojos bajos y las
muñecas atadas con tientos como signo de sumisión, la mujer charrúa se acercó
al prometido.
Él, cortó las ligaduras, se quitó la pluma
poniéndosela en los cabellos renegridos y sin una palabra o gesto de emoción,
la levantó en sus robustos brazos alejándose de la toldería.
Silencioso, caminó orillando el monte oloroso de
arrayanes y arazá, llevando junto a su pecho el botín de sus desvelos. Bajo la
oscura copa de un ombú, depositó su carga tibia y palpitante; improvisó un
lecho con hojas tiernas, la miró hondo y taciturno y con estridente alarido, le
arrancó el quillapí.
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